Aprendió demasiado pronto lo que era una despedida, fue la mañana de finales de abril de aquel año en que Madre se marchó. Los niños siempre son poseedores de un mayor conocimiento del que aparentan acerca de las cosas que pasan a su alrededor. Descubrió que estas podían tener diferentes formas, lugares, duración o intensidad.
Padre, seguramente para protegerle, tan solo le había dicho que estaba enferma, y él, desde su mente de niño, al principio interpretó que se trataría de un resfriado, la varicela o cualquier otra enfermedad que le fuera familiar. Pero pasaron los meses y ella no volvía del hospital, y cuando lo hacía era por espacios cortos de tiempo y se intuía que algo no iba bien, hasta aquella mañana maldita. Las noches posteriores alguien contenía un desesperado llanto en la habitación del fondo del pasillo de aquella humilde casa.
Creció fantaseando con que ella no había muerto, que en realidad se escondía en algún rincón de la ciudad, tenía otros hijos, y era feliz. Solo pensaba en el momento de volver a verla, no le preocupaba la idea del abandono encubierto, no existía el rencor, lo único que importaba es que estuviera bien... y viva. Con la erosión de los años y el nacimiento de la inevitable lucidez, esta balsámica ilusión se fue desvaneciendo dejando paso en los días tristes a una nostalgia casi incompatible con la vida de un adolescente. Ya siendo adulto, en soledad y silencio rescataba recuerdos, los pocos que podía tener, y pensaba en Padre, en lo duro que debió ser todo aquello. Le gustaba pensar que desde que se habían separado él no la había olvidado ni un solo día, dibujando en duermevelas la otra vida posible, la vida que no fue, una vida sin carencias, aun siendo consciente de haber sido medianamente feliz, y con la vista puesta en su reflejo entendió que cuando amas de verdad a alguien aprendes que la muerte tan solo es el principio de la inmortalidad.